Imposible no leer de nuevo con un punto melancólico el álbum en que Glénat recuperaba con acierto y esmero hace pocos años esta obra aparecida seriada en los primeros números de “Zona 84”. Y es que todavía está reciente el recuerdo de la desaparición de sus autores –primero, Fernández, y poco después, Trillo- con lo que comprobando de nuevo su enorme talento a través de este trabajo la ausencia se hace más patente.
“La Leyenda de las Cuatro Sombras” cuenta la búsqueda de El que Corroe, un embozado ángel caído que ha de hacerse con distintos objetos para recuperar su antiguo poder. Interrumpiendo el aquelarre de unas siniestras brujas para hallar a los que han de acompañarle en su búsqueda: un rey que perdió su reino, un poeta que perdió la inspiración y un sacerdote que perdió la fe en su Dios. Tras reunir a las sombras de los que fueron, El que Corroe y sus compañeros se embarcarán en una búsqueda no exenta de peligros para volver a ser los que una vez fueron.
Más allá de la simpleza del argumento del que parte, la búsqueda por una compañía de distintos objetos, recurrente ad infinitum dentro del género fantástico, “La Leyenda de las Cuatro Sombras” se lee hoy en día con interés gracias al talento de Trillo para construir personajes familiares al lector y al mismo tiempo únicos, fácilmente asociables a las características propias del folklore popular que derivó en los cuentos infantiles pero atractivos para el lector “adulto” al que estaba destinada una publicación como “Zona 84” que recogía historias de Cienia Ficción, Terror o Fantasía, y en las que cada episodio de corta extensión tenía un sentido propio y se aglutinaba en el marco de la narración general. Trillo, como buen profesional que fue, demuestra oficio incluso para concluir la obra, dotándola de un final abrupto y sencillo y, a pesar de ello, con sentido aunque sea fácil suponer que hubiera sido bastanted diferente si hubiera contado con espacio y tiempo para desarrollar más los personajes –y acabar la historia de otro modo.
El gran mérito de Trillo, como en tantas otras ocasiones a lo largo de su trayectoría, se encuentra en asociarse con un enorme dibujante que en esta obra en concreto realizó quizás su mejor trabajo antes de abandonar el cómic para desarrollar su carrera como pintor. Y es que, a diferencia de sus otras obras de larga extensión, “Zora y los Hibernautas” y “Drácula”, al contar con un guionista de la talla de Trillo a su lado, el dibujo preciosista y pictórico de Fernando Fernández se pone al servicio de la historia como nunca logrando en esta obra su trabajo narrativamente más logrado.
Fernando Fernández desarrolla toda la imaginería ideada por Trillo y la convierte en un auténtico espectáculo visual en el que demorarse, potenciada por una composición de página elegante y narrativamente eficaz, especialmente en la primera parte de la obra. Sus doncellas son preciosas y mezclan inocencia con picardía evitando que sus excesos eróticos resulten zafios, sus feas brujas macbethianas pero con un punto ternurista bajo su fealdad emparentan a personajes como el tío Creepy o la vieja bruja de “La Guarida del Miedo” de E.C. (aunque estas tengan un papel mayor que el de ser meras prologuistas de la historia) mientras que los personajes principales están soberbiamente caracterizados para resultar creíbles en el marco de la historia. Fernández compone en esta obra unas páginas excelentes en las que la narrativa está especialmente cuidada para mantener la atención del espectador al tiempo que hace más atractiva una historia que en manos de un dibujante menos dotado quedaría reducida a una mera anécdota.
Quizás la nostalgia que me ha producido leer esta obra no sea tanto por el fallecimiento de sus autores –que también- sino por la sensación de oportunidad perdida que la impregna. Se nota que es un trabajo iniciado con muchas motivación por sus autores que, poco a poco, va perdiéndose conforme –imagino- las ventas no acompañaban. La pena se acreciente porque poco después de la cancelación de la serie, Fernández, que seguramente se encontraba en su mejor momento, dejó de dibujar cómics para dedicarse a otros menesteres debido a la crisis del cómic español en los ochenta dejando en el tintero las que quizás habrían sido sus mejores trabajos. Y es que, parafraseando a Serrat, no hay peor nostalgía que añorar lo que nunca fue y pudo haber sido.
“La Leyenda de las Cuatro Sombras” cuenta la búsqueda de El que Corroe, un embozado ángel caído que ha de hacerse con distintos objetos para recuperar su antiguo poder. Interrumpiendo el aquelarre de unas siniestras brujas para hallar a los que han de acompañarle en su búsqueda: un rey que perdió su reino, un poeta que perdió la inspiración y un sacerdote que perdió la fe en su Dios. Tras reunir a las sombras de los que fueron, El que Corroe y sus compañeros se embarcarán en una búsqueda no exenta de peligros para volver a ser los que una vez fueron.
Más allá de la simpleza del argumento del que parte, la búsqueda por una compañía de distintos objetos, recurrente ad infinitum dentro del género fantástico, “La Leyenda de las Cuatro Sombras” se lee hoy en día con interés gracias al talento de Trillo para construir personajes familiares al lector y al mismo tiempo únicos, fácilmente asociables a las características propias del folklore popular que derivó en los cuentos infantiles pero atractivos para el lector “adulto” al que estaba destinada una publicación como “Zona 84” que recogía historias de Cienia Ficción, Terror o Fantasía, y en las que cada episodio de corta extensión tenía un sentido propio y se aglutinaba en el marco de la narración general. Trillo, como buen profesional que fue, demuestra oficio incluso para concluir la obra, dotándola de un final abrupto y sencillo y, a pesar de ello, con sentido aunque sea fácil suponer que hubiera sido bastanted diferente si hubiera contado con espacio y tiempo para desarrollar más los personajes –y acabar la historia de otro modo.
El gran mérito de Trillo, como en tantas otras ocasiones a lo largo de su trayectoría, se encuentra en asociarse con un enorme dibujante que en esta obra en concreto realizó quizás su mejor trabajo antes de abandonar el cómic para desarrollar su carrera como pintor. Y es que, a diferencia de sus otras obras de larga extensión, “Zora y los Hibernautas” y “Drácula”, al contar con un guionista de la talla de Trillo a su lado, el dibujo preciosista y pictórico de Fernando Fernández se pone al servicio de la historia como nunca logrando en esta obra su trabajo narrativamente más logrado.
Fernando Fernández desarrolla toda la imaginería ideada por Trillo y la convierte en un auténtico espectáculo visual en el que demorarse, potenciada por una composición de página elegante y narrativamente eficaz, especialmente en la primera parte de la obra. Sus doncellas son preciosas y mezclan inocencia con picardía evitando que sus excesos eróticos resulten zafios, sus feas brujas macbethianas pero con un punto ternurista bajo su fealdad emparentan a personajes como el tío Creepy o la vieja bruja de “La Guarida del Miedo” de E.C. (aunque estas tengan un papel mayor que el de ser meras prologuistas de la historia) mientras que los personajes principales están soberbiamente caracterizados para resultar creíbles en el marco de la historia. Fernández compone en esta obra unas páginas excelentes en las que la narrativa está especialmente cuidada para mantener la atención del espectador al tiempo que hace más atractiva una historia que en manos de un dibujante menos dotado quedaría reducida a una mera anécdota.
Quizás la nostalgia que me ha producido leer esta obra no sea tanto por el fallecimiento de sus autores –que también- sino por la sensación de oportunidad perdida que la impregna. Se nota que es un trabajo iniciado con muchas motivación por sus autores que, poco a poco, va perdiéndose conforme –imagino- las ventas no acompañaban. La pena se acreciente porque poco después de la cancelación de la serie, Fernández, que seguramente se encontraba en su mejor momento, dejó de dibujar cómics para dedicarse a otros menesteres debido a la crisis del cómic español en los ochenta dejando en el tintero las que quizás habrían sido sus mejores trabajos. Y es que, parafraseando a Serrat, no hay peor nostalgía que añorar lo que nunca fue y pudo haber sido.