lunes, 1 de octubre de 2007

“La posibilidad de una isla” de Michel Houellebecq



Michel Houellebecq, del que ya he tratado alguna vez por aquí, es considerado como uno de los autores más provocadores y críticos del panorama europeo. Sus temáticas en los que hace hincapié en los problemas punteros del hombre contemporáneo hacen que sus novelas resulten cuanto menos interesantes. Y ese es el caso también de su última novela publicada en España, “La posibilidad de una isla”, en la que coqueteando con la ciencia ficción Houellebecq filosofa y despotrica sobre la religión, el sectarismo, la clonación, la vejez y la inmortalidad, sin cortarse en dejar de paso alguna astillita a la actualidad política francesa y española.
“La posibilidad de una isla”, en cuanto a concepción, es probablemente la novela más ambiciosa de Houellebecq hasta el momento y, por eso mismo, la más decepcionante. Una narración en paralelo en la que, alternando los capítulos, narra la vida de dos Danieles (o tres), uno situado en nuestro presente, que responde a la habitual caracterización de Houellebecq da sus protagonista trasuntos de sí mismo, es un hombre amargado y cínico de vuelta de todo, que habiendo triunfado como humorista de mal gusto en la televisión francesa se encuentra retirado en Almería, los otros danieles, se sitúan unos cientos de años en el futuro, clones del primer Daniel que intentan encontrar un sentido a su inmortal vida en soledad y que normalmente acaban suicidándose. Sin duda de esta ambiciosa doble trama, la que protagoniza el Daniel del presente es la que resulta más interesante y en la que el escritor se muestra más a gusto dentro de un terreno que ya ha explotado en otras novelas, como “Plataforma”. El apático y desencantado Daniel percibe su vida de europeo acomodado como una lenta y progresiva decadencia hacia la muerte encontrando únicamente un paréntesis en su enamoramiento de Esther, una chica promiscua y divertida que le hace rejuvenecer, y su paulatino acercamiento a la secta elohimita, una secta destructiva con más de una conexión a los raelianos, y que prometen la inmortalidad. Es este Daniel al que dota Houellebecq de su propia voz para arremeter contra toda idea o planteamiento ajeno a su forma de pensar y denunciar de paso algunas de las indecencias y problemas con los que convivimos los europeos contemporáneos en las sociedades neoliberales. Mención especial merece en este punto, la descripción que hace de la secta con su líder mesiánico únicamente interesado en trajinarse a las acólitas y sus lugartenientes materialistas, que encuentran en la muerte del primero una manera de aumentar su influencia aplicando los principios de la libre empresa. Si a lo largo de esta trama, encontramos al Houellebecq más fino y coherente con el resto de su obra, la novela naufraga en su vertiente futurista en la que Houellebecq plantea un futuro de individuos aislados supervivientes clonados de unos pocos visionarios que, como el Daniel original, tuvieron los medios y la previsión para clonarse. En esta sociedad futurista Houellebecq pierde la que es su mejor arma, la mordacidad, desarrollando un relato bastante ñoño con ínfulas de lirismo sobre las consecuencias del individualismo desmesurado, deudor del mejor Asimov ó Lem, que puede sorprender al lector que desprecie la ciencia-ficción pero al lector amante del género le parecerá simplón.
En definitiva, nos encontramos ante una novela irregular y que, probablemente, no acabará de gustar, pese a sus aciertos, ni a los que siguen la obra de Houellebecq desde hace tiempo ni a aquellos que se hayan acercado por primera vez a este autor.